No dejaban los romanos que ningún niño con diez
años cumplidos anduviese vagabundo por las calles. Tenían la costumbre
de darles de mamar hasta los dos años, dejarles disfrutar hasta los
cuatro; les iniciaban en la lectura de cuatro a seis y en la escritura
de seis a ocho; de ocho a diez años les obligaban a estudiar gramática.
Después de los diez años debían los chicos romanos aprender un oficio,
dedicarse plenamente a los estudios o servir en el ejército, de tal
manera que en Roma nadie a estas edades andaba ocioso ni hacía ninguna
travesura. Si alguno incumplía estas reglas, su padre era castigado
porque sus leyes aseguraban que “si los padres son descuidados y los
hijos atrevidos, se engendran en los pueblos todos los vicios y el bien
de la República consiste en conservar a los pacíficos y desterrar a los
revoltosos". Un hijo de Catón fue desterrado por romper el cántaro de
una chica que iba a por agua y otro de Cina tuvo también que irse al
destierro por entrar a robar fruta a una huerta. Ninguno de los dos
tenía más de quince años. Los romanos consideraban infames a los chicos
ociosos, tanto como los griegos a los filósofos necios. El primer día
del año, cada vecino de Roma se ponía delante del Juez a dar cuenta de
cómo vivía y de qué se mantenía; no menos castigaban al que vivía
trampeando, que al que comía sin trabajar.
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